domingo, 22 de julio de 2012

Confesiones impopulares (XIII)


Al servicio, en soledad.

Nunca he entendido esa tendencia de muchas mujeres de tener que entrar al baño acompañadas. Reconozco que cuando me han llegado emails con largos textos dando explicación a ese hecho me he sorprendido a mí misma asintiendo con la cabeza ante la realidad con la que venía descrita la situación, pero aun así, me mantengo firme: no me gusta ir al baño acompañada. O mejor dicho, no me gusta entrar al baño acompañada.

Me explico: si estoy con un grupo de personas tomando algo en un bar, discoteca o cualquier otro lugar con mucha gente y quiero ir al baño, suelo preguntar si alguien más tiene que ir (en el caso de las discotecas lo hago más que nada porque a la vuelta nadie te asegura que vayas a encontrar a tu grupo, y mejor perderse en compañía). Pero esa compañía hasta el baño me resulta innecesaria e incluso molesta cuando traspasamos la puerta que separa el cuarto donde está el retrete del resto del local. Ahí quiero intimidad. Y para mí, ahí intimidad es sinónimo de soledad.

Sí, viene muy bien alguien que te sujete el bolso, el abrigo, busque pañuelos de papel o esté pendiente de que nadie abra la puerta mientras estás haciendo tus cosas, pero ¿qué necesidad hay de que esa persona esté dentro, junto a ti? Y más cuando algunos habitáculos son minúsculos incluso para una única persona. Para mí ninguna. Y ya si además esa persona continúa con la conversación que estuviéramos manteniendo y me mira, ni te cuento. Lo siento, pero no. Sé que es algo que hacemos todos varias veces al día, que no tiene nada de raro, pero no me gusta tener público aunque sea alguien con quien hay confianza.

Las hay que, cuando un hombre les pregunta que qué necesidad tenemos las mujeres de ir al baño en grupo, se excusan diciendo que casi nunca funciona bien el cerrojo de la puerta, que tendría que ver lo sucios que están los baños, que suele ser complicado encontrar un lugar donde dejar el bolso, que tienen que alinearse los planetas de 15 galaxias para que haya papel higiénico, y que con todo ese panorama, a ver quién es la guapa que consigue encontrar el paquete de pañuelos en un bolso repleto de cosas que nunca usas mientras haces equilibrios para no rozar lo más mínimo el retrete, mientras sujetas la puerta para que nadie entre y con el bolso colgado al cuello porque si lo apoyas en ese suelo no crees que puedas despegarlo después. ¡Ah! Y cruza los dedos para que la luz no se apague en mitad del proceso. Pues bien, aun así (y os juro por lo que más queráis que he estado en esa situación decenas de veces, y sin exagerar) sigo prefiriendo la soledad.

Los años me han hecho perfeccionar mis visitas a los baños públicos haciendo que en cuestión de segundo sepa visionar si hay papel, un lugar seguro donde dejar el bolso y la distancia óptima para empujar la puerta antes de que una impaciente meona me quiera interrumpir. Lo que aún me queda por perfeccionar es la respuesta que dar a quienes me dicen eso de “venga, que entramos juntas y así hacemos antes”.

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